miércoles, 21 de septiembre de 2016

Señorita: ¡Deme quinina!

En aquel precipicio estaba Matera, pero desde allí arriba, donde me encontraba yo, no se veía casi nada, por la excesiva escarpadura de la costa, que subia casi cotada a pico. Sólo se veía, asomándome, terrazas y senderos, que ocultaban a la vista las casas siutadas debajo. Enfrente había un monte pelado y yermo, de un feo color grisáceo, sin señales de cultivo ni un sólo árbol: solo tierra y piedras azotadas por el sol. Al fondo corria un torrentillo, el Gravina, con poca agua sucia y empantanada entre los cantos del pedregal. El río y el monte tenían un aspecto tenebroso y maligno, que hacía encoger el corazón. La forma de aquel barranco era extraña, nomo la de dos medios embudos juntos y separados por un pequeño espolón y reunidos abajo en una punta común, donde se veía, desde allí arriba, una iglesia blanca, Santa María de Idris, que parecía clavada en la tierra. Ess conos invertidos, esos embudos, se llaman Sassi: Sasso Caveoso y Sasso Barisano. Tienen la forma con que en la escuela imaginábamos el infierno de Dante. Y empecé también a bajar por un camino como de herradura, de revuelta en revuelta, hacia el fondo. La callejuela, estrechísima, que bajaba serpenteando, pasaba por encima de los tejados de las casas, si es que puede llamarlos así. Son grutas excavadas en la pared de arcilla endurecida del barranco: cada una de ellas tiene por delante una fachada, algunas son hermosas incluso, con ese modesto ornato del siglo XVII. Con la inclinación de la pendiente, esas falsas fachadas se alzan por abajo siguiendo la línea del monte y por arriba sobresalen un poco: en ese estrecho espacio entre las fachadas y el declive pasan las calles, que son, a su vez, suelos para quien sale de las viviendas de arriba y tejados para las de abajo. Las puertas estaban abiertas por el calor. Yo miraba al pasar y veía el interior de las grutas, que sólo reciben luz y aire por la puerta. Algunas ni siquiera tienen eso: se entrea por arriba, a través de trampillas y escalones. Dentro de esos agujeros negros, de paredes de tierra, veía las camas, los míseros adornos, los andrajos tendidos. En el suelo estaban tumbados los perros, las cabras, los cerdos. Por lo general, cada familia tiene una sola de esas grutas por toda vivienda y duermen todos juntos: hombres, mujeres, niños y animales. Así viven veinte mil personas. Niños había una infinidad. Con aquel calor, en medio de las moscas, entre el polvo, aparecían por todos los lados, totalmente desnudos o cubiertos de andrajos. Nunca he visto una imagen semejante de miseria y eso que estoy acostumbrada, por mi profesión, a ver todos los días decenas de niños pobres, enfermos y descuidados, pero un espectáculo como el de ayer ni siquiera me lo abía imaginado. Vi a niños sentados en la puerta de las casas, entre la suciedad, con un sol que abrasaba, con los ojos entornados y los párpados rojos e hinchados: las mocas se les posaban en los ojos y ellos parecían no sentirlas. Era el tracoma. ... Continuaba bajando y ellos me seguían y no cesaban en llamarme. Pensé que querían limosna y me detuve y sólo entonces distinguí las palabras que gritaban ya en coro: "Señorita, ¡déme 'u chiní! ¡Señorita, deme la quinina!

De "Cristo se detuvo en Éboli"